29/11/09

Ciudad perdida de Machu Picchu

Hoy, día 26 de noviembe del año dos mil nueve, voy a culminar el motivo principal de este viaje. Hoy voy a visitar la ciudad perdida de Machu Picchu aunque, bien es cierto, que de perdida ahora tiene poco y, es más, creo que los habitantes de Aguas Calientes, la localidad más cercana y desde donde se accede, han encontrado El Dorado con el número ingente de turistas que pasan por ahí y que van con la cartera llena de soles y dispuestos a gastar lo que sea por ver algo tan espectacular como Machu Picchu. No he visto una localidad, al menos de las que yo conozco que tampoco son tantas, donde los precios sean tan desorbitados y la calidad tan mediocre. Pero son lentejas, las comes o las dejas.

Bueno, el caso es que esta vez sí que me levanto pronto, apenas sin tiempo para desayunar, porque me tengo que ir a la estación de tren de Poroy, que está a una media hora de aquí, para coger el tren que me llevará hasta Aguas Calientes y que, salvo retrasos, sale a las 07:45. Dejo la mayor parte del equipaje en este hotel, para volver mañana por la noche, y me llevo ropa de cambio por si se me moja la que llevo porque está el cielo cubierto.

Con la amabilidad que caracteriza a la gente de este hotel, que por cierto se llama Torre Dorada, me preparan una bolsa con un par de bocadillos pequeños, unas galletas, una banana y una botella de agua y todo eso para que no me quede sin desayunar. A las 06:45 ya está el coche que me lleva, mi chofer particular, esperando para acercarme a la estación.

Llegamos y ya está la sala de espera a rebosar. La mayor parte de los que están esperando son extranjeros aunque me ha parecido ver a un grupo de tres personas, que también son españoles, con los que he coincidido en el trayecto que hice de Puno a Cuzco pero con los que, de momento, no he mediado palabra.

El tren tiene dos clases, como todo en esta vida. Una se llama vistadome y la otra backpacker. La diferencia, aparte del precio, es que los vagones de la primera tienen vistas panorámicas con cristaleras por la parte alta del tren y los asientos son más confortables. La otra tiene los vagones como los de toda la vida, con asientos duros como tablas y donde apenas puedes colocar las piernas como te toque delante uno que mida del metro noventa para arriba, que los hay  y, encima, viajando en este tren. A mí me toca ir en backpacker y me toca enfrente uno de esos grandullones así que nos tiramos las tres horas que dura el viaje sin saber como colocar las piernas. Aun hay una tercera clase muy superior a las demás que ni la nombre porque el coste es cinco veces superior a lo que he pagado yo, 48 dolares americanos que al cambio actual son algo menos de 35 euros.

El tren sale puntual. Empezamos atravesando amplias zonas de cultivo y campos en los que el verde ha rebrotado con fuerza ayudado por las lluvias que ya han empezado a caer.





El tren lleva el mismo curso que el río Urubamba que se adentra en el Valle Sagrado y que nos acompañará durante todo el recorrido hasta llegar a Aguas Calientes.


Viendo pasar estos paisajes me vienen a la memoria recuerdos de mi infancia, cuando mi padre, que trabajaba en los coche cama que había en Renfe, me llevaba de viaje con él a esos lugares que para mí eran todo un descubrimiento. Cenando con sus compañeros en el vagón restaurante después de que lo hubieran hecho los pasajeros. Intentando dormir en el compartimento que usaba él para descansar después de que hubiera terminado de preparar todas las camas de los compartimentos donde iban esos viajeros a los que tenía que atender. Su trabajo era algo parecido a lo que hoy son los azafatos y azafatas en los aviones. A mí me resultaba mposible dormir en esas camas entre la emoción del viaje y el traquetreo del tren. Recuerdo estaciones como la de Irún, La Coruña, Cádiz y otras cuantas más a las que llegábamos al poco tiempo de haber amanecido. También recuerdo los paseos que dábamos por la mañana por los lugares a los que llegábamos y a la tarde de nuevo a la estación para regresar a casa. Los pasajeros que iban llegando y como  los acomodaba en sus compartimentos. Las salidas del tren, el sonido del silbato del jefe de estación y tantas y tantas cosas que eran toda una aventura y un descubrimiento para mí y sobre todo algo especial porque los disfrutaba como solo un niño sabe disfrutar de algunos momentos.

El tren se ha detenido y me ha sacado de mis recuerdos. Ahora empieza a retroceder y nos explican que es para salvar un desnivel importante. Y la única manera de hacerlo es con un zig zag. Según va retrocediendo ha cambiado de vía y ha descendido un tramo. Luego, inicia de nuevo la marcha con otro cambio de vía y también bajando de nivel. Un sistema ingenioso.

Un poco más adelante el tren se interna en un cañón  que iremos recorriendo junto al río Urubamba. En algunos tramos, el tren casi roza con las rocas y ante mis ojos se muestran paredes verticales coronadas con nubes grises que están empezando a descargar su contenido sobre una vegetación, cada vez, más espesa.

Pasamos por el punto donde empieza el camino del Inka. Un puente sobre el río que nos acompaña durante nuestro trayecto. El camino del Inka es una ruta de treking que durante tres días recorre la ruta que, supuestamente, seguía el Inka para llegar hasta Machu Picchu. Una ruta que pasa por alturas cercanas a los cuatro mil metros y que termina en la Puerta del Sol, la entrada más alta a la ciudad de Machu Picchu. Ya ha empezado a llover así que seguro que les espera una ruta algo empapada.



Después de tres horas y de haber disfrutado de unas vistas espectaculares, llegamos a la estación de Aguas Calientes.


Una riada de turistas nos bajamos del tren y nos dirigimos, como posesos, en busca del guía que nos ha de mostrar el camino de la belleza que hoy se encuentra escondida entre nubes y agua. Cada uno se protege como puede y las vendedoras de recuerdos hacen su agosto vendiendo ponchos con los que evitar que la lluvia y el viento nos empape hasta los huesos. Ponchos que a la primera ráfaga de viento se le ponen a uno en las orejas y de poco sirven salvo para estar entretenidos sujetándolos.

Una vez localizado a cada guía, se nos encamina, en una fila ordenada, a los minibuses que, con una frecuencia de 10 minutos, transportan a la masa de sufridores que acabamos de llegar montaña arriba para acceder a la entrada y a los caminos que recorren la ciudad inca. Los minibuses, con 50 personas cada uno, suben como si fuera una competición por ver quién llega primero y lo hacen por una carretera de tierra y barro que asciende, haciendo varios zig zag, por una colina cubierta de una vegetación tupida, dejando los barrancos casi a un palmo de la rueda y con tramos en los que solo cabe uno de los vehículos y los conductores con reflejos suficientes para intuir cuando está bajando otro porque no se atina a verles hasta que no están encima con la cantidad de curvas que hay. 

Hasta ahora todo han sido colas, esperas, y el agua que no deja de caer. Dónde está el romanticismo del primer descubridor de estas ruinas. Dónde está el misterio que encierran y que todos venimos a descubrir.

Después de esperar la última cola, la de la entrada, y de mostrar dos veces seguidas el boleto de accceso, conseguimos entrar al recinto. Ahora es el guía el que nos sujeta y nos dice por donde hay que ir y qué hay que mirar para que podamos valorar la charla didáctica que nos está dando. Hay una persona del grupo, una española de finos modales y con ropajes poco apropiados para la ocasión, que ya le ha cuestionado un par de veces argumentando lo que ella ha leído. Y digo yo, si tan docta es por qué no da ella la explicación? Poco a poco vamos avanzando y mojándonos y, en la medida de lo posible, algo podemos ver.





Mientras, y haciendo caso omiso tanto de las explicaciones del guía como de las preguntas raras que a los demás integrantes del grupo se les ocurre, me voy deleitando, en la medida que el agua me deja, en lo que estoy viendo. A duras penas puedo hacer fotos porque cada vez arrecia más. Y así durante dos horas que dura la compañía del guía. Justo un poco antes de ese tiempo, y cuando están a punto de terminar, me descuelogo del grupo con el pretexto de ir a ver la entrada para subir al Huaina Picchu, algo que haré mañana.



A partir de ahí me dedico a recorrer, por mi cuenta, la ciudad hasta que encuentro una cabaña restaurada y con techo de paja donde me quedo un rato para descansar de tanta agua. Son casi las tres de la tarde y mucha gente se ha marchado porque ya no aguantaban más el chaparrón. Es como si el cielo y la pachamama, la madre tierra, se hubieran puesto de acuerdo para expulsar de ese entorno a los mortales que han osado profanar la espiritualidad que se respira poniéndonos las cosas difíciles y así es porque mucha gente opta por marcharse y va dejando la ciudad aún más misteriosa con esos brillos que se forman con el agua y con la niebla que la envuelve de vez en cuando.





Hasta ahora mi karma, mi espíritu o como quiera que se llame ha estado en buena sintonía con la pachamama porque allí donde por donde he ido, he obtenido un sol radiante de recompensa incluso cuando todo hacía presagiar que iba a abrirse el cielo de lo negras que estaban las nubes. Así que ahora, en esta situación, me encuentro algo desilusionado por no poder disfrutar, como me había imaginado, de este entorno, de esa ilusión, de esa magia que te dan los lugares a los que has soñado llegar algún día. Poco más puede hacerse porque la lluvia y la niebla, que lo cubre casi todo,  rompen cualquier hechizo.



A pesar de todo, inicio de nuevo un recorrido y descubro un sendero que se encamina hacia el puente inca. Un puente que era de piedra y que estaba construido directamente sobre una pared vertical de roca y que, ahora han reconstruido con maderas y por donde ya no dejan pasar. El camino se adentra por una zona cubierta de maleza y tiene pasos que no puedes permitirte un tropiezo, un anticipo de lo que haré mañana. Y así hasta llegar al puente inca.







Según me aproximo a la zona del puente ha dejado de llover. Y las nubes, que antes cubrían casi todo, están desapareciendo empujadas por el viento que ha estado soplando toda la mañana. Así que cuando vuelvo me encuentro un espectáculo inexplicable, la ciudad al descubierto y bañada por un tenue sol que se va incrementado poco a poco. Y así hasta que se muestra todo con su mayor explendor y brillando bajo los rayos del sol que ahora la bañan por completo. Incluso puedo ver el Huayna Pichhu que ha estado oculto hasta ahora y a donde subiré mañana si el destino no me lo impide.









Mi karma y la pachamama han vuelto a sintonizar. No puedo creer lo que estoy viendo. Es tal y como me imaginé, bueno igual no, mucho más espectacular. Me quedo extasiado comtenplando, desde la parte alta donde estoy, todo el espectáculo que se abre ante mis ojos. Y, aunque parezca una gilipollez, se me saltan las lágrimas de la emoción. Es como sentir una ilusión cumplida. Ahora todo tiene otra dimesión, otra sintonía y es como que pudiesen sentirse las vibraciones de espirtualidad que emanan de ese sitio. Es tan difícil expresar en pocas palabras lo que se siente. Incluso las llamas, que deambulan a sus anchas por ahí irradian otra felicidad.







El resto de la tarde lo empleo en recorrer todos los recovecos por lo que antes no pasé y en cada rincón, en cada piedra encuentro algo de lo que sorprenderme. Lástima que tenga ya que irme porque van a cerrar y porque los autobuses dejan de funcionar y hay casi una hora de bajada andando hasta el pueblo.

Cojo uno de los últimos autobuses y baja a la misma velocidad a la que sube. Confío en que se conoce la carretera como la palma de la mano. Una vez abajo, me dirijo al hotel que he reservado para pasar hoy la noche. Un hotel mediocre y con unos precios más altos que en todo el resto de Perú. Y lo mismo ocurre con la comida. Aquí, como tienen el turismo asegurado, tratan de exprimirnos al máximo y así les pasa que casi todos los restaurantes están medio vaciones porque muchos nos traemos comida para no tener que pasar por los restaurantes y sufrir la clavada del siglo.

Me subo a la habitación sin intención de volver a salir. Son casi las ocho de la tarde y ya no tengo ganas de más salvo recordar el buen sabor de boca que me ha dejado este espectáculo visual. Me quedo tumbado en la cama con la misma ilusión que tiene un niño que acaba de abrir el único juguete que le han traido los Reyes Magos y pienso que ójala mañana, la pachamama y yo sigamos tan bien sintonizados como para que pueda subir a donde quiero subir sin que haya distracciones.

Por hoy ya está bien porque me he extendido más de la cuenta. Menos mal que por esto no se paga por palabras porque menuda ruina la de hoy.

Mañana sera otro día genial o incluso mejor. Ya lo veré.

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